No viene a cabo señalar los defectos de los
campechanos, que son muchos, como corresponde a toda comunidad tropical
heredera de una tradición que le permite vivir a costa del recuerdo; pero
tampoco está de más mencionar que los alegres descendientes de una
pintoresca mezcla de indígenas,
comerciantes y piratas cultivan algunas virtudes singulares que, en el plano
político les han proporcionado siempre una estabilidad envidiable.
Efectivamente,
lo que en otros lugares se resuelve por medio de conflictos, sangrientos,
porque nadie está dispuesto a que su gremio sea humillado y de las discusiones
se pasa a las trompadas y a los garrotazos, en Campeche se trueca en un
mimetismo que ya quisiera para su coleto el más consumado camaleón, los
porteños eran peninsularistas y hasta los caballos eran del partido español; en la época de la efervescencia
insurgente eran casi rebeldes; bajo la Republica , republicanos; durante el
efímero imperio de Iturbide, monárquicos; y, cuando se enteraron de que la
estrella del futuro Su Alteza Serenísima empezaba a fulgurar, se declararon
santanistas. Esto último no obsta para que, en 1830, y para evitar fricciones
innecesarias y tópicos mal entendidos, los campechanos fuesen paulistas; por
aquello de que el comandante militar de la plaza, cuñado del esforzado caudillo
veracruzano, se llamaba Francisco de Paula Toro, y porque sonaba más eufónico ese término que el de toristas.
Don Pancho,
en su calidad de jefe castrense de Campeche, no se sabe si poseía atribuciones
administrativas propias del poder civil o se las tomaba por su cuenta pero el
hecho es que compartía la autoridad con el gobernador Don José Segundo Carvajal
quien, nada celoso de los militares, prefería dejar a Don Francisco actuar,
toda vez que el coronel se distinguía por su espíritu de progreso. Pues bien,
quizá procurando la ventura de los campechanos, o por dar satisfacción a los
deseos de su mujer, la virtuosa Doña Mercedes López de Santa Anna de Paula
Toro, que gustaba de los paseos dominicales en el campo, hizo que el comandante
dispusiera un día construir un puente sobre el canal de desagüe del suburbio de
Santa Ana.
Recibió el
encargo de realizar la obra el afamado alarife Don José de la Luz Solís, que
fue también el arquitecto de la Alameda; y en pocos meses, gracias al empeño y
la diligencia del experto maestro, el puente quedó casi listo. Como se anotó
Doña Mercedes era aficionada a pasear por la campiña; y en cierta ocasión
llegó, en compañía de su marido, a inspeccionar los trabajos del puente. La
señora se mostró entusiasmada con la mejora material, y creyó prudente que,
además de que sería de indudable beneficio para los habitantes del barrio, a
ella le serviría de viaducto para disfrutar de un acogedor rincón de descanso
en medio del monte. Examinando lo construido, atrajeron su atención los cuatro
extremos en que el puente remataba, por lo que pregunto al alarife ¿Quiere
usted decirme, Don Pepe, para qué son
los remates del puente?
Tengo
instrucciones de mi coronel aquí presente –contesto el aludido- , de colocar
sobre los remates cuatro hermosos pebeteros, que se han pedido a México y se
encuentran ya en camino, y que simbolizaran respectivamente el fuego
inextinguible de la ciencia, del arte, del pensamiento y del amor.
Después de
oír tales palabras, la Señora de Toro no preguntó más, pero guardó un silencio
reflexivo.
Transcurridos
algunos días Doña Mercedes bajo de una
carruaje frente al puente de ejecución, y tras ella bajó un mocetón que a duras
penas sostenía una tráfila a la que estaban sujetos dos magníficos e imponentes
mastines. Dirigiéndose a don José de la Luz, la primera dama interrogó: -¿Qué
le parecerían las estatuas de Aníbal y Alejandro para rematar el puente?
A lo que
respondió Don José: -Señora, creo serían
unos remates admirables; y, por otra parte, estarían acordes con la profesión
de mi coronel, ya que tan augustos personajes fueron grandes guerreros.
Dijo Doña
Mercedes: -No me he explicado claramente, Don Pepe; yo no estoy hablando de
esos conquistadores franceses (Doña Mercedes no era muy versada en historia
universal) sino de mis perros, los que ve usted aquí, los que ve usted aquí;
¿no cree que quedarían soberbios como remates del puente?
Aunque
cortesano, el señor Solís, que comprendió la intención de la señora de Toro, se
atrevió a replicar: -¡Pero Doña Mercedes!¡No pretenderá usted que se modifique
el proyecto de mi coronel! ¡Él ha dicho que los pebeteros adornarán el puente,
y que serán el símbolo de la constante aspiración de los campechanos, no importa
que sean de este barrio, hacia lo alto! Además, los pebeteros llegarán en el
próximo barco!
-Mire usted,
don Pepe –repuso Doña Mercedes-, yo respeto mucho a mi esposo y sus ideas, pero
también adoro a mis perros y consideró que siendo de una raza tan pura y
majestuosa como Aníbal y Alejandro deben pasar a la posteridad, y nada mejor
que ellos que aprovechar los remates del puente.
Y agregó: -Le
ruego, y conste que no acostumbro hacerlo, que en lugar del proyecto original,
usted que es un escultor consagrado, se ocupe de modelar cuatro figuras de mis
mastines en actitud de ladrar, para que, ya puestos en su sitio, ejerzan la
vigilancia permanente de la ciudad. Estoy segura de que de sus hábiles manos
saldrán los perros más bellos jamás ha esculpido ningún artista!
Halagado por
haber sido ascendido de albañil a escultor, Don José de la Luz ya no respingó,
y prometió a Doña Mercedes que atendería su súplica.
Ganada la
escaramuza por el lado del obrero, la dama se encaminó a ver a su consorte; y
ya frente a él le dijo estas palabras, después de haberlo preparado con un
cariñoso beso: -Panchito, hoy recibí carta de mi hermano Toño, y me ha
recomendado que yo te salude con un fuerte abrazo. De esas cosas de política
que no entiendo, dice que pronto substituirá al general Bustamante (éste era,
en 1880, el presidente de la República), y que yo te lo informe. Y también
preguntó por Aníbal y Alejandro, los que, como recordarás, él me obsequió; y me
dice que le agradaría especialmente que se pusieran efigies de los mastines en
el puente en construcción.
Don
Francisco: ¡Mechita, querida mía, no faltaba más! No era necesario que le
hablaras a Antonio del puente; basta que tu voluntad sea que las estatuas de
tus perros se coloquen allí para que se cumpla tu deseo; y así se hará.
Pensándolo bien, serán más artísticos los canes como remates del puente que los
pebeteros. ¡Ah! Y cuando le escribas a tu hermano, dile que no se olvide de
nosotros.
En esa forma,
Aníbal y Alejandro, reproducidos por partida doble, quedaron perpetuados en
piedra; no quedaron imponentes de la mano del escultor; ni su actitud se antoja
de ladrido vigilante, sino de lúgubre lamento causado por la visión de un alma
en pena .
El puente fue
inagurado con el nombre de Puente de la
Merced, según una placa conmemorativa en la que se lee la siguiente
inscripción:
“Año de
MDCCXXX. Se construyó este puente con el
título d la Merced de Santa Anna, bajo la dirección del alarife D. José de la
Luz Solís”.
El gobernador
Carvajal mandó poner otra placa en el ya desde entonces llamado Puente de los
Perros, con la siguiente inscripción:
“Año de
MDCCCXXX. Se hizo por disposición del Señor Coronel C. francisco Toro, habiendo
contribuido en unión de todo el partido, esta benemérita guarnición
gratuitamente a su construcción y la de la alameda.
A pueblos tan
virtuosos militares tan recomendables, José Segundo Carvajal reconocido, dedica
este documento.”
(Tomado del
volumen “Campeche a través de sus leyendas”. Ediciones de la Universidad
Autónoma de Sudeste. Campeche, Camp; México, 1984)