jueves, 8 de noviembre de 2012


EL PUENTE DE LOS PERROS

 

No viene  a cabo señalar los defectos de los campechanos, que son muchos, como corresponde a toda comunidad tropical heredera de una tradición que le permite vivir a costa del recuerdo; pero tampoco está de más mencionar que los alegres descendientes de una pintoresca  mezcla de indígenas, comerciantes y piratas cultivan algunas virtudes singulares que, en el plano político les han proporcionado siempre una estabilidad envidiable.

Efectivamente, lo que en otros lugares se resuelve por medio de conflictos, sangrientos, porque nadie está dispuesto a que su gremio sea humillado y de las discusiones se pasa a las trompadas y a los garrotazos, en Campeche se trueca en un mimetismo que ya quisiera para su coleto el más consumado camaleón, los porteños eran peninsularistas y hasta los caballos eran del partido  español; en la época de la efervescencia insurgente eran casi rebeldes; bajo la Republica , republicanos; durante el efímero imperio de Iturbide, monárquicos; y, cuando se enteraron de que la estrella del futuro Su Alteza Serenísima empezaba a fulgurar, se declararon santanistas. Esto último no obsta para que, en 1830, y para evitar fricciones innecesarias y tópicos mal entendidos, los campechanos fuesen paulistas; por aquello de que el comandante militar de la plaza, cuñado del esforzado caudillo veracruzano, se llamaba Francisco de Paula Toro, y porque sonaba  más eufónico ese término que el de toristas.

Don Pancho, en su calidad de jefe castrense de Campeche, no se sabe si poseía atribuciones administrativas propias del poder civil o se las tomaba por su cuenta pero el hecho es que compartía la autoridad con el gobernador Don José Segundo Carvajal quien, nada celoso de los militares, prefería dejar a Don Francisco actuar, toda vez que el coronel se distinguía por su espíritu de progreso. Pues bien, quizá procurando la ventura de los campechanos, o por dar satisfacción a los deseos de su mujer, la virtuosa Doña Mercedes López de Santa Anna de Paula Toro, que gustaba de los paseos dominicales en el campo, hizo que el comandante dispusiera un día construir un puente sobre el canal de desagüe del suburbio de Santa Ana.



Recibió el encargo de realizar la obra el afamado alarife Don José de la Luz Solís, que fue también el arquitecto de la Alameda; y en pocos meses, gracias al empeño y la diligencia del experto maestro, el puente quedó casi listo. Como se anotó Doña Mercedes era aficionada a pasear por la campiña; y en cierta ocasión llegó, en compañía de su marido, a inspeccionar los trabajos del puente. La señora se mostró entusiasmada con la mejora material, y creyó prudente que, además de que sería de indudable beneficio para los habitantes del barrio, a ella le serviría de viaducto para disfrutar de un acogedor rincón de descanso en medio del monte. Examinando lo construido, atrajeron su atención los cuatro extremos en que el puente remataba, por lo que pregunto al alarife ¿Quiere usted decirme, Don  Pepe, para qué son los remates del puente?

Tengo instrucciones de mi coronel aquí presente –contesto el aludido- , de colocar sobre los remates cuatro hermosos pebeteros, que se han pedido a México y se encuentran ya en camino, y que simbolizaran respectivamente el fuego inextinguible de la ciencia, del arte, del pensamiento y del amor.

Después de oír tales palabras, la Señora de Toro no preguntó más, pero guardó un silencio reflexivo.

Transcurridos algunos días Doña Mercedes  bajo de una carruaje frente al puente de ejecución, y tras ella bajó un mocetón que a duras penas sostenía una tráfila a la que estaban sujetos dos magníficos e imponentes mastines. Dirigiéndose a don José de la Luz, la primera dama interrogó: -¿Qué le parecerían las estatuas de Aníbal y Alejandro para rematar el puente?

A lo que respondió  Don José: -Señora, creo serían unos remates admirables; y, por otra parte, estarían acordes con la profesión de mi coronel, ya que tan augustos personajes fueron grandes guerreros.

Dijo Doña Mercedes: -No me he explicado claramente, Don Pepe; yo no estoy hablando de esos conquistadores franceses (Doña Mercedes no era muy versada en historia universal) sino de mis perros, los que ve usted aquí, los que ve usted aquí; ¿no cree que quedarían soberbios como remates del puente?

Aunque cortesano, el señor Solís, que comprendió la intención de la señora de Toro, se atrevió a replicar: -¡Pero Doña Mercedes!¡No pretenderá usted que se modifique el proyecto de mi coronel! ¡Él ha dicho que los pebeteros adornarán el puente, y que serán el símbolo de la constante aspiración de los campechanos, no importa que sean de este barrio, hacia lo alto! Además, los pebeteros llegarán en el próximo barco!

-Mire usted, don Pepe –repuso Doña Mercedes-, yo respeto mucho a mi esposo y sus ideas, pero también adoro a mis perros y consideró que siendo de una raza tan pura y majestuosa como Aníbal y Alejandro deben pasar a la posteridad, y nada mejor que ellos que aprovechar los remates del puente.

Y agregó: -Le ruego, y conste que no acostumbro hacerlo, que en lugar del proyecto original, usted que es un escultor consagrado, se ocupe de modelar cuatro figuras de mis mastines en actitud de ladrar, para que, ya puestos en su sitio, ejerzan la vigilancia permanente de la ciudad. Estoy segura de que de sus hábiles manos saldrán los perros más bellos jamás ha esculpido ningún artista!

Halagado por haber sido ascendido de albañil a escultor, Don José de la Luz ya no respingó, y prometió a Doña Mercedes que atendería su súplica.

Ganada la escaramuza por el lado del obrero, la dama se encaminó a ver a su consorte; y ya frente a él le dijo estas palabras, después de haberlo preparado con un cariñoso beso: -Panchito, hoy recibí carta de mi hermano Toño, y me ha recomendado que yo te salude con un fuerte abrazo. De esas cosas de política que no entiendo, dice que pronto substituirá al general Bustamante (éste era, en 1880, el presidente de la República), y que yo te lo informe. Y también preguntó por Aníbal y Alejandro, los que, como recordarás, él me obsequió; y me dice que le agradaría especialmente que se pusieran efigies de los mastines en el puente en construcción.
 
 

Don Francisco: ¡Mechita, querida mía, no faltaba más! No era necesario que le hablaras a Antonio del puente; basta que tu voluntad sea que las estatuas de tus perros se coloquen allí para que se cumpla tu deseo; y así se hará. Pensándolo bien, serán más artísticos los canes como remates del puente que los pebeteros. ¡Ah! Y cuando le escribas a tu hermano, dile que no se olvide de nosotros.

En esa forma, Aníbal y Alejandro, reproducidos por partida doble, quedaron perpetuados en piedra; no quedaron imponentes de la mano del escultor; ni su actitud se antoja de ladrido vigilante, sino de lúgubre lamento causado por la visión de un alma en pena .

El puente fue inagurado con el nombre de Puente de la  Merced, según una placa conmemorativa en la que se lee la siguiente inscripción:

“Año de MDCCXXX. Se construyó  este puente con el título d la Merced de Santa Anna, bajo la dirección del alarife D. José de la Luz Solís”.

El gobernador Carvajal mandó poner otra placa en el ya desde entonces llamado Puente de los Perros, con la siguiente inscripción:

“Año de MDCCCXXX. Se hizo por disposición del Señor Coronel C. francisco Toro, habiendo contribuido en unión de todo el partido, esta benemérita guarnición gratuitamente a su construcción y la de la alameda.

A pueblos tan virtuosos militares tan recomendables, José Segundo Carvajal reconocido, dedica este documento.”

 

(Tomado del volumen “Campeche a través de sus leyendas”. Ediciones de la Universidad Autónoma de Sudeste. Campeche, Camp; México, 1984)

 

 

 

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